
Cuanto más valoro lo que me rodea, más rica me siento. También necesito el silencio, la naturaleza -veo las estrellas a través de la cúpula y me nutre oír al grillo y al búho-, la armonía con los demás, sentirme querida tal y como soy y amar incondicionalmente. La yurta, de hecho, es una parte de mi camino.
El camino de Esther comenzó cuando era pequeña y quería ser un animal y rechazaba al ser humano, que era el que lo destrozaba todo, nos cuenta. A los 14 años disfrutaba yendo sola en bicicleta y escalando con amigos en Montserrat. A los 17 hice el camino de Santiago y un año después decidí viajar a Irlanda. El pretexto era estudiar inglés, pero en realidad necesitaba descubrir quién era yo. Aprendí a meditar, filosofé con los Hare Krishna y me junté con gente que hacía música en la calle. Y empecé a tener claro que lo que me movía era crear una comunidad en la naturaleza.
Años más tarde, cuando estaba a punto de ser madre, se desplazó a Ecuador para ver cómo criaban a los niños en la selva. “Sentí que había encontrado lo que buscaba. Cogí ese camino y no lo he dejado en 10 años” aclama.
Para sacar conclusiones de esta forma de vida, solo hay q mirar a sus hijos, han crecido con el respeto de la naturales y la educación que se les ha inculcado. Tienen mucha confianza en sí mismos y en la vida, son capaces de solucionar problemas de maneras muy creativas.
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